viernes, 23 de agosto de 2019

50 Aniversario de Woodstock: Una nación por tres días. Sonido y delirio en Woodstock, por Uwe Schmitt - descargar libro

Al principio vacilamos, al haber de confesar la ingenuidad de unas esperanzas agotadas, ante la posibilidad de tener que entregar a la burla un sueño de juventud: Woodstock, el mayor, más pacífico y último símbolo común de un movimiento de masas de protesta que creyó en la posibilidad de cambio ilimitado en las relaciones; Woodstock, el canto del cisne, el baile inconsciente sobre un volcán, delirante de amor, música y drogas, provoca una mezcla de sentimientos: melancolía y cólera, orgullo y quizá vergüenza. Woodstock: ¿fue el funeral de la subcultura de la década de los sesenta o el nacimiento de un movimiento pacifista no violento, ecológico y verde? ¿O sólo una tonta chiquillada de aquellos niños de las flores? Son preguntas dirigidas a una leyenda.
Lo indiscutible es el fracaso de una sencilla utopía que intentó reclamar el paraíso. Y conjurarlo, cuando no deseaba mostrarse. El concepto de Adorno de la «nostalgia desviada de la norma» indica la dirección en que habría que emprender la búsqueda. Sin embargo, ninguna metáfora ha evocado mejor el espíritu fugaz de aquel tiempo que el estribillo de una canción que en su expresión y contenido recoge aquella ligereza que actualmente no es tan difícil de entender en su liviandad y superficialidad: «If You Can’t be With The One You Love, Love The One You’re With», cantaba el cuarteto Crosby, Stills, Nash Ƹ Young, que actuó unido en Woodstock por segunda vez. Una confesión de fe, una cita de la Biblia underground. «Si no puedes estar con quien quieres, quiere a aquel con quien estás». Poder compartirlo todo, sin celos, envidia o competencia: amar y vivir, comida y drogas, música e incluso paz —en eso creían, totalmente en serio, y también creíamos muchos de nosotros. En medio de ese sueño, nadie pensaba en la carrera o el consumo, ni siquiera en la catástrofe del SIDA. Woodstock, sinónimo de un tiempo perdido, quedó perdido en aquel agosto de hace 23 años; la leyenda ha alcanzado ya la mayoría de edad y aún seguirá creciendo. Llegar a sus raíces puede ser quizá penoso, pero no destructible.

No debemos pasar por alto a los habitantes del Woodstock de Blenheim Palace, casa natal de sir Winston Churchill en Woodstock, cerca de Oxford, ni tampoco a aquellos que tienen vínculos especiales con cualquier otro Woodstock de la buena docena de lugares del mismo nombre; en fin, a todos aquellos que hasta el momento no saben de qué hablamos: el fin de semana del 15, 16 y 17 de agosto de 1969 se congregaron medio millón de personas en el terreno de una granja de 240 hectáreas cerca del pueblo de Bethel, en el estado federal de Nueva York, para un festival de rock. La «Aquarian Exposition» de la «Woodstock Music Ƹ Arts Fair» había sido proyectada efectivamente en la localidad de Woodstock, a unos 90 kilómetros al nordeste del terreno del festival que el productor de leche Max Yasgur había alquilado para un breve plazo por 50.000 dólares. Se habían anunciado 28 grupos e intérpretes individuales más o menos famosos y los organizadores, cuatro ingenuos aventureros cuya edad rondaba los 25 años, contaban con 50.000 visitantes y precios de entrada entre siete dólares para un día y 18 para tres. Entrada la noche del 15 de agosto, 200.000 personas se apretujaban en el prado, y cuatro veces más, como mínimo, iban de camino hacia allí en interminables columnas de coches. Pronto el tráfico se paralizó, los alimentos escasearon y las instalaciones sanitarias fallaron.



Sin embargo la gigantesca «comunidad cristiana primitiva», expresión con que más tarde bautizó a la multitud muy respetuosamente la revista Time, afrontó la lluvia, el frío y el hambre con solidaridad, serenidad y ánimo pacífico. Reinaba la anarquía pero no el caos. Mientras en la ciudad de Nueva York, 180 kilómetros al sureste, se difundía con rapidez la noticia de una situación catastrófica en aquella zona de crisis, los visitantes del festival festejaban con desenvuelta «razón de Estado» la fundación casual de su nación por tres días que crecería hasta convertirse durante un fin de semana en la segunda ciudad mayor del estado de Nueva York. En aquella masa disfrutaban de un poder que compartían sin violencia. En ella encontraban calor y protección. En la masa establecieron una especie de «paz consigo mismos, próxima al éxtasis sosegado», según escribió por entonces el International Herald Tribune. Nacía así el mito de Woodstock, sin un propósito, entre micrófonos y watios, viento y mal tiempo.

Sólo muy pocos sospecharon en su vértigo que en Woodstock no se instauraba un comienzo sino el comienzo del fin y que la inocencia de aquel soñar despiertos se perdería, violada por la realidad del mercadeo, la explotación y el desengaño. Woodstock fue el primer festival de rock sacado al mercado con gigantescas ganancias por la industria del cine y el sonido. Y al mismo tiempo fue indiscutiblemente el último al que los visitantes afluyeron sin sentirse víctimas voluntarias o marionetas de una estrategia comercial. La ciudad que Jerry García, guitarrista y líder del grupo Grateful Dead calificó elogiosamente de «ciudad épica y bíblica» surgió de forma improvisada, espontánea, imprevisible. Los medios reaccionaron ante el acontecimiento de Woodstock, pero en este caso no lo promovieron previamente. No es casual que faltaran en Woodstock superestrellas como Bob Dylan o los Stones. Las bolsas de entre 10.000 y 15.000 dólares atrajeron a cantantes de segunda fila: Jimi Hendrix, Janis Joplin y Joe Cocker, Santana y The Who sólo accedieron a los primeros puestos del rock después de la publicación mundial de las grabaciones de los dos discos y de la película del concierto. Más aún: todos los músicos que actuaron en Woodstock pudieron disfrutar desde entonces de una prima que les daba el aura de haber sido los legionarios de Woodstock. No pocos de ellos, que en los últimos años cayeron en la tercera división o en la completa insignificancia —Arlo Guthrie, Country Joe McDonald, John Sebastian, Alvin Lee y otros— mastican forzosamente dicha prima como un pan de limosna. La fama mítica de Jimi Hendrix y Janis Joplin —muertos ambos miserablemente en el otoño de 1970 a causa de las drogas a dos semanas de distancia— proyectó a su vez retrospectivamente un enorme brillo sobre el festival, cuya leyenda constantemente cambiante mostró a partir de entonces los rasgos de un legado.



La aparición del genial guitarrista Jimi Hendrix en aquella húmeda mañana del 18 de agosto a las ocho y media coronó de hecho el lado artístico del festival. Y además hizo historia en la música. Durante dos horas, escuchado al final por apenas algo más de 30.000 oyentes, aquel mestizo indio de piel oscura cantó y tocó como si en ello le fuera la vida. Con un quinteto formado no hacía mucho improvisó a partir de su repertorio hasta que, poco antes del final, recurrió al himno nacional americano Star Spangled Banner. Hendrix ofreció una novísima versión del himno sagrado de manera hasta entonces nunca interpretada y absolutamente inaudita, manipulando la amplificación con rasgueos y chillidos que significaban guerra, la guerra del Vietnam. Jimi Hendrix arrancó de su guitarra bombardeos silbantes, estallidos de la tierra y atormentados gritos de dolor.

La canción de protesta políticamente más radical interpretada en Woodstock no tuvo la fuerza creadora de Jimi Hendrix. La pieza que ha de considerarse el himno de la nación de Woodstock es más bien el sarcástico y amargo «I-Feel-Like-I’m-Fixing-To-Die-Rag’» de Country Joe McDonald. Según la leyenda, la obscena palabra de rechazo de la multitud, que McDonald hizo corear letra por letra, se pudo oír a cuatro millas de distancia: F…U…C…K.



En Europa el debate sobre el fenómeno de masas que había sido Woodstock se inició en el otoño de 1970, cuando el documental de tres horas de Michael Wadleigh permitió al menos una visión parcial. La película dividió a la crítica cultural en dos campos hostiles que no tenían nada que envidiarse en cuanto a animosidad. Mientras unos no se cansaban de ensalzar beatíficamente el mito de una fiesta gigante de la paz que mostraba definitivamente el camino hacia una nueva sociedad libre a los hijos de Marx y de la Coca-Cola y al establishment, tan odiado por ellos, los otros condenaban la visión de Woodstock como peligrosa o demasiado cándida. Se produjo una curiosa coalición de rechazo entre los escritores ultrrarreaccionarios y los representantes de la intelectualidad de izquierda, que tildaron por su parte a Woodstock de ejemplo frankfurtiano de manual en el que se mostraba un movimiento de masas desviado hacia el servilismo del explotador capitalista. Merece la pena retomar el hilo de estas agrias polémicas, que nos vuelve a llevar directamente a una época de esperanzadas rebeliones de la que el símbolo de Woodstock fue a menudo aislado y, por así decirlo, expulsado de manera fatal.

La Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno, con su concepto de la industria cultural, así como la obra de Enzensberger Industria de la conciencia ocuparon un lugar destacado entre los recursos argumentativos de los detractores de Woodstock. Esos escritos, utilizables por igual como meras proclamas o en exposiciones serias, se vieron apoyados a gusto del consumidor por declaraciones menos difundidas de testigos contemporáneos. Por ejemplo, por la crítica de Jürgen Habermas al «comportamiento moderno del ocio» que «no sería voluntario sino que dependería del ámbito de la producción en forma de «ofertas para el tiempo libre». Una frase tomada de «Integración y desintegración», artículo de Adorno y Benjamín publicado en 1942, presenta una línea de ataque similar: «La idea de que en una sociedad sin clases se prescindirá en gran medida del cine y la radio, que probablemente ya ahora mismo apenas sirven a nadie, no es en modo alguno absurda». ¿La sociedad sin clases? Nadie vacilaba entonces en aplicar burlonamente estos imponentes conceptos a la nación sin clases de aquel fin de semana en Woodstock. Y sólo unos pocos objetaron a esta elevada crítica no haber entendido precisamente lo esencial de la revuelta juvenil.

En efecto: lo que Adorno y Benjamín habían condenado como mera «reproducción de la fuerza de trabajo en el capitalismo» no podía estar más lejos de la comunidad de Woodstock, que se negaba a aceptar este mismo sistema, que no quería colaborar ni contribuir a la carrera competitiva tras el dinero y el poder. Para los objetores totales de 1969, escuchar música juntos no se consideraba una compensación de la alienante rutina cotidiana sino un fin en sí de la autodeterminación. Dieter Baacke describía este sentimiento de vida, que en la actualidad resulta extrañamente anacrónico y cándido, en su libro Beat: La oposición silenciosa, aparecido tres años después de Woodstock. Baacke rechaza allí las impasibles imputaciones tanto de la izquierda como de la derecha y declara: «Se imponen más bien intereses y ámbitos de vida que en la sociedad productiva son silenciados y no deben desempeñar papel alguno, principalmente Eros, la relación con el prójimo y con uno mismo». Baacke defiende la «necesidad de autoexpresión, amor, afecto y admiración (en el sentido de admirar y ser admirado)», común a todos los jóvenes. Ése es el espíritu de Woodstock; aquí adquiere forma, al menos en esbozo.

Pero, para que la selección de citas sea completa, deberíamos mencionar también las declaraciones de aquellos críticos musicales de buena fe que, al acusar a la música pop de estupidizar al pueblo, acusaron a Woodstock de ser únicamente sinónimo de la decadencia del arte y de su aceptación, cegada por el consumo, en una sociedad de masas. Una vez más comprobamos los esfuerzos de Theodor Adorno, quien en su discutido artículo de 1938 «Desconcentración de los oyentes» emitió un juicio destructivo sobre el jazz y las canciones de moda. En uno de los pasajes decía: «El carácter de fetiche de la música produce su propia ocultación mediante la identificación con el fetiche». Con un desprecio complacido, Momo iba descubriendo nuevas fórmulas aniquiladoras para esa «audición regresiva» infantil, para «la audición-mercancía», en definitiva, para «una ridiculización de la música». Por más fanática e irracional que resulte hoy la condena global de la música popular por parte de Adorno, la época en que se emitió semejante juicio no le exigía menos que eso. El jazz se contentaba aún con ser un desenfadado entretenimiento para el baile. Hasta su emancipación en el bebop habrían de pasar 10 años; hasta la madurez del rock’n roll, 20; hasta el desafío de una nación con el himno inspiradamente desgarrado de un Jimi Hendrix en Woodstock, 30. Si el veredicto de Adorno puede estar justificado para la mayor parte de la música popular, es también cierto que deberíamos proteger siempre con igual vehemencia la excepción a su regla.

Ahora bien, tras la historia de la influencia de Woodstock y su leyenda, el acontecimiento mismo corría el riesgo de palidecer y la historia de su nacimiento, sus circunstancias y sus condiciones caer en el olvido. La mayor parte de la crítica cultural europea ha cometido este error, tanto entonces como más tarde, con motivo de los correspondientes aniversarios y evocaciones necrológicas. Conscientemente olvidó que Woodstock se ha de entender ante todo como un fenómeno americano. Es posible que las imágenes de una juventud rebelde y levantisca se asemejaran unas a otras, pero nunca fueron idénticas. El año 1968 somos nosotros: París en mayo, las demostraciones contra Springer en Berlín, personajes como Ohnesorg, Rudi Dutschke, Bloch. El año 1968 americano son los cruentos disturbios racistas en las ciudades, la protesta en la convención del partido demócrata del verano en Chicago, los ataques asesinos a Martín Luther King y Robert Kennedy, pero también las imaginativas acciones de los yippies, del «Young International Party». Sus líderes, Abbie Hoffman y Jerry Rubín, intentaban causar con sus apariciones satíricas e irrespetuosas, en el espíritu de los anárquicos hermanos Marx, una sensación similar a la que provocaban en Alemania los serios bufones políticos Fritz Teufel y Rainer Langhans. Todos estaban unidos por su oposición a la participación americana en la guerra del Vietnam, pero sólo los manifestantes americanos podían lamentar víctimas que eran sus padres, hermanos e hijos.

El año 1968 en América fue el año de la violencia más dura, el terror a una escalada desmedida. Así se entiende el alivio y hasta la admiración con que la opinión pública americana reaccionó un año después a la fiesta pacífica del medio millón de personas congregadas en Woodstock. La unanimidad casi sospechosa con que los medios volvieron a recibir entre sus brazos a la juventud que creían perdida y con la que perdonaron generosamente los excesos de las drogas, el amor libre y la sumisión a la música rock estaba determinada por el miedo, pues 1969 fue también el año de los asesinatos de Sharon Tate y Labianca, cometidos por Charles Manson, psicópata neonazi y entusiasta del rock, y su comuna, quienes bautizaron su baño de sangre con el título de una canción de los Beatles, «Helter Skelter», y afirmaron que debían emprender una guerra de razas contra los negros en nombre de su héroe. El mito de Woodstock se alzó para conjurar esta despreciable locura que consagraba la música pop a modo de fetiche asesino de la misma manera como se alza una cruz contra los vampiros. Repitámoslo: la leyenda de Woodstock sólo pudo nacer en este ambiente social, cultural y político y sólo logró sobrevivir hasta el día de hoy como consuelo frente a aquellas esperanzas tan pronto fallidas.



Nadie ha descrito tan conmovedora y honradamente como el editorialista liberal Max Lemer el desmedido grado de esperanza de más de uno después de Woodstock. Su artículo entusiasta del New York Post no se privó de hacer las más arriesgadas profecías. Así escribía Lerner:

«Si podemos calificar a algo de “acontecimiento” que señala un punto de inflexión en la conciencia de dos generaciones, en el que se separan y emprenden un nuevo rumbo, en tal caso el festival de fin de semana en las extensas praderas de Max Yasgur en Bethel fue un acontecimiento importante. La historia tendrá que contar con él, pues estos jóvenes revolucionarios están en el camino óptimo para abandonar un estilo de vida que nunca fue el suyo y encontrar otro propio».

Sólo unos pocos meses después, el 6 de diciembre de 1969, cuando el festival de Altamont, en California, concluyó en desastre, pudieron planteársele a Max Lerner las primeras dudas sobre su valoración. En este festival, organizado por los grupos Rolling Stones y Grateful Dead como el «Woodstock de la costa oeste», sus 300.000 visitantes se vieron entregados en la abandonada pista de carreras de Altamont a los arbitrarios actos de terror de los Ángeles del Infierno, contratados como agentes de orden. Nadie pudo parar los pies a los rockers que apalearon, acuchillaron y, al parecer, llegaron a disparar contra la multitud. Cuatro personas murieron, muchos fueron heridos. Grateful Dead, que también había estado en Woodstock, no actuó en protesta por los abusos. Los Rolling Stones acabaron por tocar a fin de impedir el pánico y más derramamientos de sangre. ¿Había muerto en Altamont el espíritu de Woodstock a golpes de los tacos de billar de los Hell’s Angels?

¿Cómo fue posible que el lema más popular de aquel tiempo, make love not war, fuera pervertido en Altamont a causa de un hostigamiento entre iguales? Los sentimientos de paz de la multitud en Woodstock ¿habían sido sólo una feliz casualidad, un don de los dioses? Ha llegado el momento de dar la palabra al escepticismo, de examinar con realismo el mito. Disponemos para ello de testigos oculares —por ejemplo, Jan Hodenfield, redactor entonces de la revista de rock Rolling Stone, cuyo reportaje ensayístico sobre Woodstock pasa por ser uno de los informes más auténticos. Hodenfield, con cierto sentimentalismo, compara su relato con el escrito por su padre como reportero de guerra durante el desembarco de los aliados en Normandía en 1944: la historia más importante de su vida.

Las familias de los granjeros de Bethel y White Lake vivieron la irrupción de las masas humanas y su tranquilo idilio como una invasión, como su día D. La interrupción pacífica del idilio rural por parte de la beautiful people dejó tras de sí un profundo trauma semejante a una catástrofe natural. El recuerdo de aquellos días es objeto de repudio; los peregrinos que todos los años vagan por los campos a la búsqueda del gris bloque de hormigón sin adornos donado por un veterano de Woodstock hace algunos años, son recibidos por la gente con desconfianza y rechazo. Pero entonces, en aquella tarde del viernes 15 de agosto de 1969, contemplaron estupefactos e ignorantes a aquellos jóvenes educados que afluían atravesando su pueblo hacia el anfiteatro natural de la granja de Yasgur. Los cuatro organizadores, John Roberts, Joel Rosenman, Michael Lang y Artie Kornfeld, habían preparado el festival durante nueve meses por unos dos millones de dólares, habían hecho publicidad de él en unas 250 revistas underground de Norteamérica e instalado en el terreno un escenario de 30 metros, cuatro gigantescas torres de andamios para los proyectores y las cajas, kilómetros de alambradas y 600 servicios higiénicos móviles. Parecía que se había hecho todo lo posible, pero pronto resultó muy insuficiente. Con la agudeza amable de los periodistas americanos, Jan Hodenfield anotó cada una de las cifras y nombres, cada observación ocasional, sin poder introducir orden en el incipiente caos.

Cuando a las cinco y siete minutos del viernes el cantante negro Richie Havens inauguró el festival y su canción «Freedom» llegó cálida de su boca desdentada a la multitud, ésta le tomó la palabra: la alambrada fue derribada sin aspavientos y Woodstocik se convirtió desde ese momento en un free concert. Los 100 policías de los alrededores, reforzados con algunos cientos de miembros de la Guardia Nacional, tenían suficiente trabajo con el tráfico, que se congestionó durante mucho tiempo en un radio de diez millas. Al anochecer del mismo viernes fallaron las provisiones de agua y alimentos. Entrada la noche llovió. El sábado por la mañana —para entonces la multitud ascendía a 300.000 personas— un joven de 17 años fue atropellado en un campo dentro de su saco de dormir por un tractor, recibiendo heridas mortales. Pero nada podía ya inquietar a la multitud, que soportaba hambre, frío, basuras y fango con unos aires de grandeza colectiva, impasible y satisfecha de sí misma. Es difícil calibrar qué importancia tuvo el consumo de drogas, omnipresente y difundido incluso por los mensajes lanzados desde el escenario. Jan Hodenfield informa que de las 5.000 intervenciones realizadas el fin de semana por los 45 médicos de urgencia llevados en helicópteros, 400 se atribuyeron al abuso de drogas, sobre todo a los malos trips de LSD. Sin embargo, no parece apenas aventurado admitir que sin la influencia tranquilizante de las drogas blandas y propicias para la comunicación. como el hachís y la marihuana, el festival habría marchado por otros derroteros. La heroína y cocaína y los excitantes duros carecían todavía de importancia y el alcohol era rigurosamente menospreciado por incitar a la agresividad y, por tanto, a la soledad. Los asistentes a Woodstock deseaban en cambio sumergirse completamente en la masa de sus iguales. Por más paradójico que parezca, bajo la campana de humo de las vaharadas de marihuana se difundió quizá por última vez la fe inquebrantable en la comunidad y la felicidad. Visto desde ahora, Woodstock se asemeja a un tranquilo campamento de boyscouts antes de la larga y esforzada marcha por las instituciones.

La nación por tres días no se sintió mínimamente inquieta por poder existir en su autarquía tan sólo unas pocas horas. La nación dependía del gotero de las autoridades que la alimentaban artificialmente: así, la unión de mujeres de la comunidad judía repartió gratis 30.000 bocadillos; Max Yasgur alimentó a la comuna con leche y queso, y una escuadrilla de helicópteros de la aviación, tan odiada por ella, lanzó paquetes de comida sobre el terreno. Los hijos del bienestar lo aceptaban complacidos; aquella gente ahíta calmaba su hambre de significación de otra manera. El yoga y la meditación zen se cotizaron muy alto en Woodstock. En cualquier caso, la mayoría de los participantes en esta fiesta de despedida de la subcultura captaba la música a jirones llevados por el viento o sólo de oídas. Los 4.500 watíos de la instalación, una cantidad ridícula para las normas actuales, difundían su mensaje desfigurado hasta unos pocos cientos de metros de distancia. Nadie oyó, ni remotamente, esa música transmitida a la posteridad desde las grabaciones discográficas en puro sonido estereofónico. Y mucho menos pudieron ver en Woodstock lo que ocurría en el escenario: por ejemplo a Joe Cocker, cuya grandiosa interpretación de la canción de los Beatles «With a Little Help From My Friends» se convirtió ella misma en leyenda, transmitida por la película y el disco. Apenas unos pocos supieron en Woodstock que el cantante británico, calzado con sus gastadas botas de barras y estrellas, se hallaba sobre un tablado inundado por la lluvia por el que los técnicos de sonido sólo se atrevían a andar entre protestas y con botas de goma por miedo a un cortocircuita Sólo la película de Wadleigh puso ante los ojos de todos a Cocker en un primer plano mostrando cómo echaba auténticamente el alma por la boca con sus miembros espásticamente contorsionados, gesticulando como si recibiera una descarga eléctrica, y a sus pies una batería de latas de cerveza vacías. Fue un momento heroico de la historia del rock, parte del mito de Woodstock que, irónicamente, se perdieron la mayoría de los testigos oculares de entonces. Es evidente que fueron no una sino dos las leyendas de Woodstock que con el paso de los años se fundieron en un todo difuso.

La fiesta de la paz de aquellos 500.000 se agrandó más allá de sus propias dimensiones gracias a su reproducción para millones de personas. La sospecha de que había sucedido algo grande y singular no logró reconciliar a los organizadores, que cenaron el festival con un déficit de 1,3 millones de dólares. La nación por tres días de Woodstock fue ingobernable desde su fundación. Las medidas de auxilio improvisadas devoraron sumas ingentes y, en la necesidad, la virtud hubo de comprarse cara. Los trabajos de limpieza en aquellos pastizales embarrados y saturados de basura duraron catorce días; la policía de White Lake tuvo en depósito durante varios meses algunos coches abandonados que sus dueños no lograron encontrar en el caos de la estampida, y la granja de Max Yasgur necesitó un año para que en sus cicatrices creciera la hierba. «Habéis demostrado al mundo que medio millón de jóvenes es capaz de reunirse en paz y alegría. ¡Que Dios os bendiga por ello!», había exclamado abrumado el granjero dirigiéndose a sus huéspedes la tarde del domingo de aquel fin de semana. Cuando todo hubo pasado, este hombre, enfermo del corazón, reconoció que no podría soportar otra fiesta igual. Max Yasgur murió cinco años después de Woodstock. Y con él, quizá, una parte de una leyenda: la de la esperanza en una repetición.

La otra se convirtió en sueño comercial para los organizadores y la empresa cinematográfica y discográfica. La venta de la nación de Woodstock, fugaz y en bancarrota, ha dado hasta hoy más de 300 millones de dólares de beneficios. La pregunta se plantea por sí misma: este comercio póstumo con imágenes y música, con las reliquias indefinidamente reproducibles de la comunidad de Woodstock, ¿ha pervertido realmente el acontecimiento? ¿No queda al menos en la música de Woodstock algo de lo que Herbert Marcuse evocaba con poesía analítica en su artículo de 1977 sobre «La permanencia del arte»? «El arte» —escribía—, «lucha contra la cosificación al hacer hablar, cantar y, quizá, bailar a los hombres y las cosas petrificadas». ¿O es que sólo nos queda una burla nostálgica para el dirigente yippie Abbie Hoffman, el primero en proclamar la «Woodstock Naiton» en su libro Talk-Rock-Album y que, al contestar como acusado en el proceso por las acciones de protesta de Chicago a la pregunta rutinaria por su lugar de nacimiento, dijo haber nacido en esa nación. Tras la protesta del fiscal, Abbie explicó: «La nación de Woodstock no es un lugar sino un estado espiritual; de la misma manera los sioux llevan su nación consigo». El juez le interrumpió: «Basta con una dirección, no necesitamos que hable de filosofía o indios, sir. Ha mencionado Woodstock. ¿Dónde está Woodstock?». Hoffman le replicó: «En mi cabeza».

La sátira judicial de Abbie Hoffman podría rebajarse a escándalo político parecido al provocado en otra ocasión por la observación de Fritz Teufel, cuando, a la orden de ponerse de pie en la sala de juicio, respondió: «Desde luego, si sirve para encontrar la verdad». Pero, posiblemente, en la broma de Abbie Hoffman se esconde realmente una verdad sobre el mito de Woodstock. Quizá la leyenda de un único fin de semana de amor, música y paz en agosto de 1969 ha sobrevivido al paso de los años y a su comercialización sólo por haber escapado continuamente a su captación y seguir siendo literalmente inaprensible, a pesar de todos los intentos de interpretación. En resumen, porque Woodstock encontró una vía de escape invulnerable al convertirse en nuestras cabezas en sueño, recuerdo y cuento de hadas, en deseo imaginado e irrealizable, ancestral e intemporal.

(Tomado del libro de Uwe Schulz: La fiesta. De las Saturnales a Woodstock. Título original: La fiesta AA. VV., 1988. Traducción: José Luis Gil Aristu. Ilustraciones: Canaletto, El Bucentauro, detalle. © Fundación Colección Thyssen-Bornemisza, Madrid. Diseño de cubierta: Ángel Uriarte. Editor digital: Titivillus. ePub base r2.1)

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