La historia, que aún no sabe si es ciencia, según palabras
de Edmundo O’Gorman, puede ser aprovechada por la sociología, que tampoco lo sabe,
según las constantes dubitaciones de eruditos como Bourdieu. La ciencia, para
serlo, debe contar con un objeto de estudio, con un método, con una
terminología, con hipótesis, cosas todas que poseen la historia y la
sociología, pero que no aseguran que brinden saberes sólidos.
La historia estudia el pasado, pero uno peculiar, el
humano. La sociología estudia las relaciones de los hombres, el cómo se
asocian, pero con una vista totalizadora. Historiadores y sociólogos, así, si
laboran conjuntamente para hallar todo lo humano, podrán descifrar todas las
nociones sobre la idea de “totalidad” de todas las sociedades a la mano. Toda
creación humana, digamos, es simbólica. Y todo simbolismo incluye, según Lacan,
lo real y lo imaginario. Lo real, lo económico, de acuerdo con los marxistas,
conforma lo imaginario, lo político, lo cual constituye lo simbólico, lo
artístico. Arte, política y economía, por cierto, no caben en libros de
historiadores que ven en el pasado humano un objeto.
Objetiva el amigo del cientificismo. El amigo del
historicismo, en cambio, subjetiva. Subjetivar es reconocer y legitimar lo que
es diferente. La feminista que cree ser primero mujer y luego feminista se
objetiva, y la que hace lo contrario se subjetiva, coloca lo simbólico en el lugar
que le corresponde, en el sitio más importante de la vida humana.
El cientificista pregunta “qué” son las instituciones,
supone que tienen una esencia, quid. Al hacerlo supone, además, que son
eternas, que siempre han existido y que las formas que adoptan en el tiempo son
meros accidentes. Piensa, luego, que lo humano es inmutable. Y si lo es,
razonará el sociólogo, entonces las formas de socializar siempre han sido
esencialmente las mismas. Socializar, relacionarse con los otros, sea hablando,
cantando, pintando, esculpiendo, exige la existencia de códigos compartidos,
esto es, de una filosofía compartida. Compartir una filosofía es compartir
nociones de causalidad. Lo que ayer acaeció por tal causa, dirá el sociólogo,
también hoy sucederá por la misma causa. Tal creencia, luego, será hontanar de
verdades.
El historicista lucubra distinto. Él, no preguntando “qué”
son las instituciones, busca los motivos que las enarbolan. No rastrea causas,
sino condiciones. No se le oculta que un hecho histórico no puede ser causado
juntando diez, veinte o cien elementos. Sabe que yuxtaponiendo furiosos
volcanes, mercantiles barcos, filósofos liberales y multiculturales “demos” no
se crea una gran civilización. Lo extenso, para él, es superficie de
intensidades, de fuerzas, de rizomas éticos. La gente harta, cansada,
explotada, no revoluciona, pero sí la gente consciente, que no necesita estar
esclavizada para trastocar la vida.
G. Scholem dice que el pueblo judío, mientras más oprimido
andaba, mientras más duros exilios arrostraba, más dependía de los símbolos.
¿Puede el cientificismo analizar símbolos? Los métodos de las ciencias, cuando
carecen de perspicacia, o sea, cuando son literales, son ciegos. Con razón Marc
Bloch escribió: “En el principio está la inteligencia. Nunca, en ninguna
ciencia, la observación pasiva – aun suponiendo, por otra parte, que sea
posible – ha producido nada fecundo”.
Lo histórico, como vive en documentos, libros,
testimonios, narraciones y demás, nos parece estático, un sistema, un objeto que
puede ser desleído. El historiador, por trabajar con objetos quietos, investiga
con la inteligencia del físico, y va buscando, como el que escruta las
peripecias de la piedra, fenómenos, cuando debe buscar, usando la jerga de
Kant, noúmenos. En botánica lo físico conduce a lo físico, pero en sociología
lo físico conduce o a lo físico o a lo mental o a lo espiritual o a lo
emocional. Un sentimiento puede erigir una catedral y la sed una mitología.
Historiar es, sostuvo O’Gorman, “dar razón de la vida humana”.
Razonar como hombres es volverse un “mythopoiós”, un creador de mitos, nunca
asequibles para la ciencia. No un método, sino una heurística regulada, es lo
que el historiador debe usar al investigar. No una terminología unívoca, sino
los lenguajes del objeto de estudio, debe adoptar el sociólogo al hurgonear. No
un objeto de estudio, sino un sujeto con quien dialogar, es lo que debe afanar
todo el que profesa las ciencias sociales.
Historiar no es movernos al pasado, sino distinguirlo,
separarlo sin desgarramientos del presente. Comprender al prójimo no es ponerse
en sus pies, sino en nuestros pies celebrar que él no quiere andar nuestros
caminos.
El Salmo 8 pregunta: “¿Qué es el hombre, para que tengas
de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?”. Una cosa es
recordar la piedra con la cual tropezamos, como el necio Hitler, y otra
recordar a una pobre y desnuda persona, como el dolorido Adolfo. Una cosa es
recordar una ciudad, sus calles, sus árboles, sus fondas, y otra recordar a sus
pobladores. De los objetos recordamos los colores, las texturas, las formas, y
de las personas los gestos, los acentos, los temperamentos. Los saberes de la
sociología son como los de los ancianos, que aunque no tratan a toda la
humanidad llegan a conocer lo que en todo ser humano hay.
abril 7, 2016 by
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